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Las marzas.- Costumbres montañesas.

Cuando en las aldeas montañesas en medio de las soledades de las vastas sierras, rasga el ambiente el grito de guerra cántabro en la noche del último día de Febrero, todo el que lleva en sus venas sangre montañesa, evoca la más gloriosa de nuestras tradiciones, la epopeya del cántabro contra el romano.

¿Son guerreros los que con su potente voz despiertan el eco de las montañas? No; son descendientes de los crucificados en los montes por la barbarie de los romanos, por el horrendo delito de defender el suelo nativo.

Son las marzantes, la juventud sana, abnegada, que olvida privaciones, trabajos, la opresión en que vive, para cantar como sus padres cantaron, la canción montañesa que lleva en sí la historia de todas las grandezas, de todos los heroísmos de la raza.

Cantan como cantaron sus mayores «siervos de la gleba» ante la mansión cuyos señores eran más humanos, en medio de sus crueldades, que los de hoy, encumbrados en áureos pedestales, que acaso amasaron con sangre de tirano, son los que encumbran el poder.

Hay en las «marzas» algo de melancolía del esclavo, algo de helénico, de sublime poesía, mucho de que llora cantando sus dolores.

Palpita en ellas a la vez algo de rebeldía que en cuerpo aherrojado se eleva en alas de la música y de la poesía a muy altas regiones, a donde no llega la fuerza brutal ni la opresión, porque el hombre torturador del cuerpo no puede disputar a Dios el derecho de que a él le lleguen, como ofrenda, las vibraciones del sentir.

Montes, rocas del mar, casona blasonada, vibran a los acentos de la juventud potente y sana que cantando olvida sus dolores y exhala sus alegrías ante la reja de la amada, ante la iglesia en que aprendió a rezar…

Qué bello sería hacer una velada, aquí, en la capital, dedicada a una conferencia y lectura de algo de las marzas, en la noche de hoy, pues también el día del Ángel las cantan en algunas aldeas.

Yo la daré en la Academia Apolo, ¿pero quien sube al Alta para oir la voz de un viejo poeta, que sin ser montañés, ama a la Montaña, a la tierra de su madre y a la tierra de sus hijos?…

Cuando la primavera cubre el suelo de mi Madrid inolvidable, con amarilla alfombra de jaramagos, con rojas amapolas, bajo la bóveda de las flores blanco-rosadas de los almendros, que parecen pabellones desprendidos del azul de su límpido cielo, mi tierra evoca la fusión de Castilla, Cantabria y Andalucía, en el parque madrileño, y yo, nacido bajo aquel espléndido sol y amante de esta tierra hasta el sacrificio, canté siempre y aún canto estas notas de amor que mi alma triste irán a acariciar a la tradición que recuerda el himno regional, y al hacerlo, Cantabria y Madrid, se funden en estrecho abrazo fraternal de hermanos, no dogal que oprime, mientras las «marzas» resuenan entre las pálidas nieblas norteñas, como recuerdo indeleble del cántabro valor.

Federico Iriarte de la Banda.

La Montaña: revista semanal de la colonia montañesa;

Año VIII Número 12 – Habana 30 de Abril de 1923.